Una noche en Filadelfia
El falso Derrick, mi desconfianza en los pronósticos, y la ensalada grande con dulces y gaseosa de regalo.
—Yo no soy Derrick —dijo el conductor mirándome por el espejo retrovisor.
Estábamos en el Uber equivocado, pero ¿cómo? Nos habíamos subido al Tesla rojo que paró justo en la entrada de la estación de tren al mismo tiempo que la pantalla de mi celular me mostraba un Tesla rojo estacionando frente al punto azul que marcaba mi ubicación. En el estado de Pensilvania, no es obligatorio tener patente en la parte de adelante del auto y por ende no habíamos controlado el número de patente cuando nos subimos.
Un descuido que el falso Derrick solucionó muy rápido.
–¿A dónde van? —nos preguntó en español y como era cerquita se ofreció a llevarnos. El o la pasajera que lo esperaba en la estación de tren ya le había cancelado el viaje.
Derrick en realidad era Manuel, un neoyorquino que se había mudado a Filadelfia hacía tres años.
—Tres años felices —aclaró—. Me encanta Filadelfia. Espero que a ustedes también les guste. ¡Que tengan buena estadía!

El lobby del hotel era chiquito y en cuatro pasos quedamos frente al mostrador. Cuando iba a saludar, el recepcionista me interrumpió y me pidió el apellido. Mochila en la espalda y carry on en la mano, era obvio que íbamos a hacer el check in, pero tanta practicidad me resultó brusca. Tal vez seré anticuada, pero siempre espero los saludos de cortesía. Sin levantar la vista de la computadora nos dijo:
—Habitación 2424, en el piso 24, en este código QR tiene toda la información. El ascensor está a la derecha.
Pensé que hacerle cualquier pregunta o comentario sería una ofensa a su practicidad y nos limitamos a decir gracias, arrastrar el carry on por el corto pasillo, y marcar el piso 24 en el ascensor.

—Viene tormenta. Nos tenemos que apurar —le dije a Biko mientras él buscaba lugares de comida en el mapa.
—Pidamos un paraguas en la recepción —sugirió.
Nos decidimos por un lugar de comida rápida mediterránea que quedaba a dos cuadras y bajamos sin demora. Según el pronóstico, se iba a largar a llover en 45 minutos. No le creo a los pronósticos, pero decidí ser optimista y confiar que tendríamos tiempo de ir a comprar comida y volver antes de que se largara la tormenta.
Pedir el paraguas y firmar un formulario comprometiéndonos a devolverlo nos llevó 5 minutos. Había otro recepcionista. Igual de eficiente, pero un poco más simpático. Nos saludó sonriente y nos deseó buenas noches.
Salimos del hotel y doblamos a la derecha hacia el sur en la calle 18. Tardamos otros 5 minutos en caminar las dos cuadras hasta el lugar mediterráneo y nos encontramos con un cartel en la puerta que decía:
Debido a circunstancias imprevistas, el local permanecerá cerrado esta noche.
Nos miramos resignados y cuando nos disponíamos a buscar un nuevo lugar en el mapa se largó a llover. Mejor dicho, a diluviar. Una vez más comprobé que mi desconfianza en los pronósticos no es infundada. La tormenta se había adelantado 35 minutos.
El lujoso paraguas del hotel no le pudo hacer frente al aguacero y en 30 segundos estábamos empapados del cuello para abajo. Si usás anteojos como yo, entendés la importancia de que no se te mojen. Si se te mojan los vidrios no ves; si te los sacás, no ves. Así que le agradecimos al paraguas su esfuerzo de al menos cubrirnos la cabeza.

Casi todo estaba cerrado en la cuadra, pero se veía luz y movimiento en el restaurante de la esquina. Era un diner, esos lugares que tienen panqueques, omelets, sándwiches y mac&cheese (versión estadounidense de fideos con queso derretido). Las chicas de la entrada, super simpáticas. Nos hicieron un espacio para el paraguas en el cesto abarrotado de más paraguas, nos dieron el menú, y nos dijeron que teníamos 10 minutos de espera. Parecía la opción perfecta para comer algo y volver al hotel, salvo por un detalle: el aire acondicionado. ¡El diner estaba helado!
—¿Por qué en este país siempre tienen el aire acondicionado así? ¿Por qué siempre tiene que hacer frío? —le pregunté a Biko sin esperar respuesta. No era la primera vez que nos pasaba. Es verdad que nosotros sentíamos más frío porque estábamos mojados, pero también es verdad que la gente en Estado Unidos tiende a exagerar con el aire acondicionado y les ponen hielo a todas las bebidas, incluso en invierno.
Decidimos enfrentarnos a la lluvia otra vez y buscar otra opción. Hicimos media cuadra más y encontramos un local de ensaladas abierto.
—No tenemos (un ingrediente que no entendimos). Lo estamos preparando y va a estar listo en 20 minutos —nos dijo la mujer detrás del mostrador mientras se alejaba hacia la cocina como si fuéramos clientes regulares y conociéramos todas las opciones del menú.
El otro empleado vio nuestras caras confundidas y nos explicó las opciones. Era un señor de unos 40 años y su sonrisa y amabilidad nos hizo olvidar del frío y de la lluvia. Nos pedimos una ensalada grande y le contamos que habíamos llegado hacía apenas una hora, que era nuestra primera vez en Filadelfia y que, a pesar del lluvioso recibimiento, estábamos ansiosos por explorar al día siguiente. El señor era filadelfiano y nos recomendó varios lugares donde probar el cheesesteak, el sándwich más famoso de la ciudad.
—Llévense algo dulce para el postre y una bebida. —Nos metió unos cuadraditos de arroz dulce y una lata de gaseosa en la bolsa de regalo—. ¡Bienvenidos a Filadelfia!


¿Conocés Filadelfia? Es donde está ambientada la película de Rocky. ¿Viste la peli?
💬Si me lees desde la app de Substack, dejame un comentario en este post.
📩 Si me leés desde tu email, podés responder a este correo y me llega directamente a mi casilla de email. No es necesario bajarte la app de Substack.
Espero leerte y ¡hasta la próxima historia!
María Pía.
Si te gustó la publicación de este fin de semana, y te parece que a alguien que conocés le puede gustar también, podés compartírsela con el botón de acá abajo.
Me encantó leer tu texto. Y adoro los platypuses.... 15 años en Australia, y nunca vi uno, salvo en el zoologico.... son tan elusivos y misteriosos. 🌸🌸