A medida que guardo mis pertenencias y las llevo hacia el ascensor, lo que fue mi hogar durante tantos años se transforma lentamente en una simple casa. Con cada caja que saco, el espacio se siente más amplio y la luz, ocupando el vacío, se vuelve más brillante. Luciérnaga de Natalia Litvinova
Es la segunda vez que me meten en un bolso y me llevan a una casa nueva. La primera vez me asusté un montón. La segunda, no tanto.
En la primera mudanza, hace un año y medio, no sabía qué esperar. Me daba cuenta de que algo fuera de lo normal iba a suceder pronto. Durante la semana, ella se había dedicado a armar cajas y llenarlas con sus cosas. Él las iba apilando en el comedor como si fueran torres gigantes. Yo vivo liviana y no sé por qué los objetos son tan importantes para ellos. A mí cuando me gusta algo lo uso, lo disfruto, y después encuentro otra cosa que me gusta más. A veces simplemente las pierdo en algún rincón inaccesible de la casa. Ellos no. Ellos acumulan muchas cosas y ella tiene una debilidad por los libros y cuadernos.
Cuando estuvo todo embalado llegaron unos hombres muy temprano a la mañana y sincronizados como un reloj suizo desajustaron tornillos, cubrieron el televisor con una manta protectora y cargaron todo en un camión. El departamento quedó desnudo. En dos horas esos hombres habían transformado nuestro hogar en cuatro paredes sin rastro de nuestro paso por ese pequeño pedacito de Manhattan.
Creo que trataron de explicarme lo que pasaba, pero, aunque entiendo su idioma, yo estaba tan nerviosa con tantos cambios tan bruscos que no los escuché. Me metieron en un bolso con paredes de red para que pudiera ver y respirar y bajamos los tres pisos de escaleras. Ya en la calle caminamos unos pocos minutos y bajamos otra escalera más. Él me dijo que estábamos en el subte, aunque no sé lo que es eso, y las pupilas de mis ojos se tuvieron que ajustar a la falta de luz natural. Nunca había estado en un lugar así, con túneles oscuros alrededor, y no me gustó el olor. Era apestoso. Ella me hablaba para calmarme, pero el ruido era tan fuerte que no se escuchaba nada. Una serpiente gigante de metal salió del túnel, detuvo la marcha y nos metimos en el estómago de ese animal asqueroso.
—Esta gente está loca, ¡este bicho nos va a comer! —gritaba yo, pero no me hicieron caso. En momentos de estrés me olvido de que no entienden mi lengua.
No sé cómo, pero sobrevivimos a la serpiente y llegamos a un barrio nuevo. Menos ruidos y casas más bajas. Me dijeron que se llamaba Brooklyn y debo confesar que esta casa me gustó más. Tenía más ventanas para mirar los movimientos de cada vecino y me compraron una cama nueva super cómoda para mis siestas.
Todo iba bien en Brooklyn. Ya casi me había olvidado del día horrible del bolso y de la serpiente hasta que empezaron a meter cosas en cajas otra vez. ¿En serio? ¿Otra vez?
Creí saber qué me esperaba, pero me equivoqué. Esta vez me subieron al camión donde habían metido sus muebles y cajas. Él manejaba, yo iba en mi bolsito en el asiento del medio y ella hacía de copiloto. Salimos de Brooklyn de madrugada y todavía era de noche. Se veía la luna y ellos decían cosas contradictorias. Estaban tristes de dejar Nueva York, pero a la vez contentos y motivados por la nueva etapa. Yo pienso, ¡qué complicados son los humanos con sus emociones!
Cuando pasamos por Nueva Jersey ya se había hecho de día y, como me dijeron que las autopistas ahí son muy confusas, me mantuve tranquila. No quería distraerlos porque se notaba que estaban tensos. De hecho, se confundieron de salida dos veces y la voz del teléfono les dijo que la equivocación les había agregado 20 minutos más de viaje.
—¿Cuánto va a durar el viaje? —les pregunté. Pero creyeron que les estaba pidiendo comida y me dieron mis caramelos favoritos.
No sé cuántas horas fueron, pero sé que el trayecto fue largo porque vimos muchos paisajes y climas diferentes. Los poquitos árboles que todavía tenían hojas marrones cuando salimos dieron paso a los árboles pelados que ya se habían preparado para el invierno. Estaba soleado, casi sin nubes, y me gustó ver por primera vez el cielo sin edificios. Más tarde se nubló y el camino se empezó a teñir de blanco, cada vez más hasta que los campos estaban todos cubiertos de nieve. A lo lejos vimos varios molinos de viento. Yo no sabía qué eran, pero ella me explicó que esas hélices blancas se mueven con el viento y le dan energía a esa zona en el norte del estado de Nueva York.
Después de tanto campo llegamos a una ciudad que se llamaba Buffalo, como el animal, aunque yo no vi ninguno así que no sé por qué tiene ese nombre. Ellos se compraron unos sándwiches y me ofrecieron un poquito de pollo. Olía bien, pero yo estaba tan cansada que no tenía apetito. Raro en mí, que siempre tengo hambre, pero ese día fue muy atípico.
Con la panza llena siguieron viaje y la nieve se transformó en lluvia. Me dijeron que faltaba poco y seguimos los carteles hacia un puente larguísimo sobre un lago que parecía infinito. Se notaba que ellos estaban contentos y me tranquilizó saber que ya estábamos cerca de nuestra nueva casa. La voz del teléfono dijo: “Bienvenidos a Canadá”, y ellos celebraron emocionados. Habíamos llegado a destino.
Hola, ¿cómo estás? Yo contenta de volver a enviarte correos después de tres meses llenos de cosas que me mantuvieron alejada de la escritura —la planificación de una mudanza internacional, quedarnos varados en España por una demora de visas y terminar la última versión de un capítulo para un libro de investigación—.
Emigrar es un proceso excitante y aterrador a la vez, y elegí contarte la mudanza desde la perspectiva de Gatita porque creo que yo todavía no termino de procesar tanto cambio. En los próximos meses te iré contando más sobre la nueva etapa canadiense y sobre el nuevo hábitat de esta platypus1.
📚El epígrafe es de Luciérnaga de Natalia Litvinova. Es de la tercera parte del libro cuando Natalia se muda de Bielorrusia a Buenos Aires. Es una novela corta, autobiográfica, que te lleva desde un terreno totalmente desconocido —la vida en Bielorrusia antes y después de la explosión de Chernóbil y de la caída del muro de Berlín— a un contexto que los argentinos que crecimos en la década de los 90, inmersos en el neoliberalismo y el consumismo, recordamos muy bien. Natalia Litvinova narra con simpleza lo que implica emigrar a un mundo tan ajeno y lejano. Si lo leíste, contame qué te pareció.
😊Si tenés recomendaciones para una recién llegada a Toronto, las recibo con gusto.
✨🎄Te deseo unas hermosas fiestas. 🎄✨
Me encantó el POV de la gatita! hermoso! <3